Desde que éramos pequeñas mi hermana y yo identificamos un particular gusto de mi abuelo materno Manuel, que en paz descanse, por acudir al panteón y no al panteón en general sino donde descansan los restos de sus seres amados hijos, hermanos, familiares.
Era una cuestión de honor y orgullo mantener el
espacio pulcro, arboles podados, veladoras en condición, flores frescas,
rosarios, todo. A mi me gustaba ir, podía practicar todas las oraciones
aprendidas en el catecismo, mi Lila era buena con eso, ella le enseño a mi mamá
el amor por Dios y por ende mi madre a nosotras.
Mi padre por su parte no se alejaba mucho de
esta particularidad, no compartía la misma sangre que mi Tata Manuel, pero si
algunos modos y rasgos de carácter, estoy segura de que si, por algo lo quiso
mi madre. De las características similares el acudir al panteón, visitar a los
muertos y estar presente en los funerales junto a las personas que se les
quiere era una de estas.
En el caso de mi padre nos llamaba la atención
que acudiera a todos y cada uno de los funerales de sus conocidos, amistades,
familiares, SIN FALTA. En alguna ocasión nos tocó acompañarlos a él y a mamá y
recuerdo que había que vestirse elegante, como de fiesta para la despedida.
Olviden eso de ir en tenis o sin peinarse a un funeral, a un velorio o al
panteón, no fuéramos a fallar con respetar y honrar la memoria del ser que
había abandonado este plano.
Todas las personas merecen respeto, amor y lealtad,
vivos o muertos.
Tomo varios años de vida comprenderlo, 30 años,
lo comprendí bien el día que él falto. El día que mi padre no pudo levantarse más
de la cama, el día que su alma partió y que ahora descansa en la gloria de
Dios.
El miedo a ser enterrado y que su cuerpo
descansara en un panteón en alguna ciudad que no visitamos o en la cual no
viviéramos y que nadie lo visitara o le recordara. Su deseo en vida fue que se
le incinerara y se esparcieran sus cenizas en el Valle del Yaqui para que estas
se incorporaran con la tierra fértil y formar parte de nueva vida, una nueva
oportunidad, siempre presente.
Así fue como comprendí, como crecí y forma
ahora parte de mis costumbres.
El día de muertos se convirtió en una
celebración, es el día que nuestros seres amados pueden cruzar el portal y
acompañarnos a cenar. Puede ser irreal para ti, pero para mí, sentir y pensar
eso me hace bien.
Papá solía decir que debíamos aceptar la muerte
como lo que es, irremediable, imperdible y tarde o temprano a todos nos alcanza,
"no hay pa' donde hacerse Verónica: naces, creces, te reproduces y
mueres" como una enseñanza básica de primaria.
Respecto a los velorios, funerales, novenarios…
lo veo ahora como un acto de amor hacia quienes se quedan. No es ir a ver al
difunto como muchos puedan pensar, es ir acompañar al o los vivos que se quedan
a cargar con el dolor, con la perdida. Acompañar a quien a perdido a alguien
que amaba y que en primera instancia sobran palabras, quizás están demás porque
rara vez se recuerdan, pero no se olvida quien estuvo ahí a lado dando soporte a
un alma, a un corazón que acaba de perder. Nadie merece atravesar una perdida
solo. Son el tipo de actos que desde mi particular punto de vista nos hace HUMANOS.
El 2 de noviembre celebre el día de muertos, me
vestí de fiesta, llene de flores el altar y cene en paz.
En memoria de los seres amados que han partido.